nos llevamos. Es decir, Curazao molesta y oprime el ánimo por lo que tiene de colonia, de pueblo sin desarrollo, vegetando junto al Caribe; pero la gente es simpática, aseada, generosa y no tan despreocupada de su destino y condición como pudiera parecer a simple vista. Ello es que tan pronto nos vimos libres de declaraciones, maletas, cargadores y otras molestias de todos conocidas, nos lanzamos a ver la ciudad. Digamos para empezar que el hotel se halla instalado frente a la casa de gobierno, vasto edificio colonial, antigua fortaleza, construído en 1769 y reparado en 1903. Tanto el hotel como la mansión oficial están rodeados de callejuelas estrechas, tortuosas, que recuerdan la calle del Gato que Pesca, en París. No huelen precisamente a jazmín del Cabo y en ellas hemos visto moverse una densa muchedumbre de gentes nocturnas, de las que hay a esas horas en todos los puertos del mundo. Marineros borrachos, soldados francos de servicio, mujeres más ‘francas’ todavía, muchachones, en fin, que ya buscan el amor.. La noche parecía que iba a estallar presa en las callejas, de donde salía ondulando, quemando, el ritmo apretado de la ‘tumba’ que es medio pariente de nuestro ‘son’. Todo aquello era vulgar, ínfimo, desagradable. Ahora bien, esta mañana vimos en Curazao otra cosa. Hemos abandonado el hotel muy temprano, orillando el mar, por la calle de Ruyterkade. Como en Cantón en las márgenes del Río de las Perlas, pequeñas embarcaciones se balancean amarradas al muelle. Son veleros venezolanos, que vienen de Puerto Cabello. Traen frutos menores, pescado fresco y en salmuera, naranjas y manzanas. Casi toda la tripulación está formada por margariteños, es decir, nativos de la isla venezolana de Margarita. El pueblo pasa y repasa junto a los barcos luminosos, cargados de
frutos de la tierra. Negros y negras, limpios, calzados, pulcros, como toda la gente que hemos encontrado en la isla. Más adelante, en la misma calle, nos sale al paso el mercado, dividido en dos alas. De un lado, verduras y frutas; abundan también los puestos de frituras, donde se bebe hervido de carne, plato que parece muy popular en Curazao. Del otro lado están las carnicerías. Los carniceros esperan a su cliente en unas pequeñas piezas provistas de ventanillas, semejantes a las de los bancos y los teatros. Todo muy aseado también. Nos mezclamos a la crespa multitud de isleños, compuesta en su mayoría de mujeres. Hace calor (es mediodía ya) pero nos parece menos duro que en otros sitios que conocemos, Port-au-Prince, Barranca Bermeja, Maracaibo, por ejemplo. Un aire fresco, a veces fuerte, bate la isla sin cesar y se mete travieso por debajo de las faldas de las negras, que se las arreglan con grandes aspavientos. Andamos sin rumbo, parándonos donde nos da la gana, que es la mejor manera de ver las cosas. Nos llama la atención un bronce que representa una mujer en pie, con el cuerno de la prosperidad en una mano y una flor en la otra. En el pedestal leemos esta inscripción en papiamento: ‘Holanda ta recorda agradecido e ayudo cu Antilla Holandes for di un sentimento de solidaridad, a duna durante y después di guerra 1940-45’. Preguntamos y nos dicen que es un regalo de la Metrópoli a las ingenuas Antillas de su propiedad, simbolizadas en la mujer de la estatua.
Caminando, henos aquí ante una placita arbolada. Es el Wilhelmina Park, en el centro de la ciudad. Ahí están la Jefatura de la Policía, la Central Telefónica, el Banco Central Holandés, la logia masónica, la sinagoga, pues la población judía es muy numerosa en Curazao.... Sólo que el tiempo corre y hay que regresar al hotel. Lo hacemos por una calle llamada Windstraat, muy estrecha