Watapana. Jaargang 4
(1971-1972)– [tijdschrift] Watapana– Auteursrechtelijk beschermd
[pagina 14]
| |
romería de fin de semana (fragmento)
| |
[pagina 15]
| |
de magia en mechones incandescentes que columpian al compás del viento y del agua y que la lluvia se encarga de recoger en una magnifica tromba de luz, el mágico ciclón de luz que se tragó las empresas agrarias, las salinas, la cría de ganado, la industria sombrerera y otras tantas de la isla. Millares de pequeñas luces se aúnan en una soberbia columna de luz que arranca hacia el cielo para ser reflejada por las nubes siempre presentes, difuminada por sobre la bahía, la ciudad, la isla, hasta muy mar adentro hasta quedarse como un débil reflejo visible en toda la cuenca del Caribe. Los buques entienden esta señal de luz e inmersos en su luminosidad ponen proa a la isla. Navegando por la pasa que corta la ciudad en dos, van llegando en un inmenso cortejo: como lentos robotes de acero sonambulescos que obedecen la voluntad de la luz artificial que transmitió sus llamadas Caribe adentro. Buque tras buque, tan atiborrado que parece como si una pequeña oleada bastaría para mandarlo al fondo de la mar, cae en el puerto como un monstruo que gruñe y va buscando su camino entre el engranaje de muelles y balizas para encontrar un sitio en donde descargar el líquido negro que, hasta casi reventar, lleva en la panza. Y el monstruo tragantón en la lenguera extiende uno de sus tentáculos y absorbe golosamente el viscoso líquido que le conserva en vida. Un sonido refunfuñante, el de satisfacción de un animal que se ha hartado ya, surge de la misteriosa ciudad de acero al empezar dentro de sus vísceras de aluminio, el proceso de la digestión. Venas soterradas, transmiten entonces el ritmo de su pulso a la ciudad situada en la entrada del puerto: a las inquietas y farragosas casas de comercio donde turistas norteamericanos, ataviados de chillones colores y con la cara llamativamente maquillada, oliscan minúsculos frascos de perfume; al trajín del mercado flotante de balandros en el sitio donde antes los orgullosos muros de la ciudad cumplieron su misión protectora y ahora, recortados contra el fondo multicolor de tomates, plátanos, cocos y salón de un hediondo olor, oscuros mercaderuchos venezolanos van ofreciendo con voz cantarina sus mercaderías; al soberbio edificio de banco con sus dos graciosas torretas dentro del que guapas jóvenes de labios encarnados y de generosos senos y hombres con la cara marcada por la acritud de su expresión, se encuentran como presidiarios detrás de las ventanillas enrejadas, condenados para siempre a teclear nerviosamente o a hacer deslizar entre los dedos fajas y más fajas de billetes de banco para luego, como por encanto, musitar sórdamente el número exacto. A las miles otras cosas que hacen de esta ciudad lo que ella es: ciudad puerto de suministro de combustible; ciudad puerto de tránsito, ciudad encrucijada de turismo, ciudad puerto de contrabando, ciudad ‘alegre y confiada’ con sus comercios y sus almacenes, sus diques secos, sus empresas metalúrgicas, sus pequeñas industrias y sus calles alborotadas, de un tráfico siempre atascado. Ciudad centro de civilización y punto de embrutecimiento de la isla. Con su viejo centro urbano donde vándalos de corte moderno están destruyendo el ambiente histórico y el carácter romántico levantando cuadrados palacios norteamericanos del negocio; edificios suprafuncionaies, es cierto, pero también paupérrimos en valor artístico comparados con aquellos que fueron demolidos, herencia dejada a la isla por antiguos arquitectos que habían encontrado una feliz forma propia. Ciudad mercantilizada donde elegantes fachadas han de dejar sitio a carteleras gigantescas que afean, donde en caótica confusión de | |
[pagina 16]
| |
estilos se echa a un lado una belleza que lleva en sus carnes la respetable pátina que deja el tiempo. Ciudad de efervescente vida y de fuerza magnética que atrae a los extranjeros: gente de las islas británicas en el Caribe que ven en esta isla lo que ellos han soñado y siguen aún soñando que la suya propia ha de ser; venezolanos, contrabandistas, exilados políticos, oradores profesionales; laboriosos portugueses que van ahorrando cada céntimo para un día poder adquirir en su Madera natal ese trozo de tierra que les hará sentirse rey; diminutos chinos que de día trajinan en los restaurantes y en las lavanderías y que, caída la noche, se entretienen en fumar en exóticas pipas y que, fingiéndose en campos de bambú, se entregan a orgías sexuales; tecnócratas europeos, maestros de escuela, sacerdotes y curas protestantes, gente bullanguera de la Guayana inglesa, pendencieros colombianos, rameras dominicanas, comerciantes sirios y hombres de negocios de la India. Ciudad con puente flotante que se abre y se cierra como un abanico para dejar paso a los buques. Puente símbolo de trajín, de comercio, de industria, de turismo y de navegación, de un futuro constructivo. Puente no sólo punto de unión de las dos partes de que consiste la ciudad, sino también intuitiva síntesis de la ciudad, de la isla entera. Puente como trofeo, como signo de esa victoria ganada que a gritos dice al mundo entero que se ha realizado un milagro: esta isla ya no es isla; vive vinculada al gran mundo y comunica con ella. Esta es mi ciudad. Esta, mi isla. Pero, ¿me encuentro acaso solo? Todos somos parte de alguna ciudad, de una isla, de un país, del mundo. En este momento, borracho, rendido y soñoliento como estoy, hay algo dentro de mí, en las mismas entretelas de mi alma, no sé a ciencia cierta lo que es, pero es algo que todos llevamos dentro, unos más, otros menos, algo que siempre permanece incólume e intacto, algo maravilloso - ¿es acaso una oración, un recuerdo, un amor? - ¡qué sé yo!; es algo que hay en el fondo de mi alma y que siempre ha estado soterrado debajo de un montón de cosas sin importancia y segundarias; algo que ha quedado relegado a un segundo plano, perdido en una infinita serie de días diligentemente iguales en este remolino de diez o veinte años desperdiciados; es, sin embargo, algo que nunca pudo sofocarse completamente, algo que permaneció incandescente, una pequeña y cálida llama que irradia ahora sus inciertos fulgores, vacilantes al principio como para ir tanteando el sitio en que ha de arder el fuego. ¿Se trata de una oración, es un recuerdo, será un amor? Es la misma llama que empieza a arder cuando uno se encuentra lejos, muy lejos del lugar que es hogar, del sitio que le pertenece a uno. Es la oración que se musita para los seres queridos que no se puede ver y a quienes no se les puede hablar por encontrarse infinitamente lejos, en el espacio, cuando uno se ve obligado a celebrar la Nochevieja entre extraños que no le dicen nada a uno. Es el revivir las cosas conocidas, entrañables de siempre: los cactos, las chumberas, el mar, la luz del sol que sale cuando uno se encuentra en un ambiente irreal, en un paisaje de otoño con ráfagas de viento frío. Es el amor que se siente por tantas cosas que uno ha pasado de largo, sin ver, sin darles importancia porque uno las veía a cada paso por haberse criado con ellas, pero que se echa terriblemente de menos al sustituírselas por cosas nuevas y extrañas que vienen a parecerle a uno innaturales. | |
[pagina 17]
| |
Es el fuego que se pone a arder cuando uno se ha desentendido totalmente - o se cree que se ha desentendido - de su propio ambiente y lo haya dejado todo violentamente a un lado. En ese momento, justamente, es cuando irradian estos inciertos fulgores y uno los siente entrañablemente dentro de sí. Es algo que surge y que reclama atención y le obliga a uno hacer algo. Algo, sí, ¿pero, Santo Dios, qué? ¿Qué significa todo esto? ¿Es acaso una palabra pronunciada un día cuando aún no tenía sentido pero que ahora viene de rebote cargada de todo su tremendo sentido? ¿O es un acto: un acto poco amable que le queda a uno por deshacer; o, tal vez, una buena acción hecha sólo a medias y que reclama ahora su conclusión? ¿O se trata de un delito cometido, para con otros, para con uno mismo, que exige desagravio? Es un calor que afirma a uno que por casual que haya parecido en la vida la mayor parte de los actos, siempre se puede distinguir un hilito débil, casi invisible, que corre al través de todo el enrevesado dibujo. Una éxtasis, vieja y olvidada, casi perdida pero que de algún modo milagroso lleva todavía una carga de fuerza vital y que, además, la ofrece generosamente. Y uno eleva la vista para mirar las estrellas y se admira de que en este momento próximo al alba, aquellas parecen mayores y como parpadeando más que en plena noche. Y uno mira colina abajo; a la izquierda: la ciudad de acero que nunca se duerme, con sus complicadas instalaciones y sus millares de puntos de luz; a la derecha: la ciudad de casas, centro urbano, que pronto despertará de un sueño reparador y que empezará a vivir y a trabajar. Esta es mi ciudad; ésta, mi isla. Pienso en la buladèjfiGa naar voetnoot1): tiene fuertes las alas y absoluta libertad para levantar el vuelo y no volver jamás. Pero a dondequiera que vaya, llevará consigo, hasta su muerte, la marca especial que le distingue: como una cintilla negra alrededor del elegante cuello. Y ella se queda. Se queda, hace su nido, ama y cría. Pongo en marcha el motor. Pronto clareará. Aún no se puede ver nada pero uno intuye que está a punto de ocurrir, es decir, que habrá pasado la noche. El viento se levantará y paulatinamente se irán esfumando las estrellas.... Los arbustos de la jerba stinkiGa naar voetnoot2) dejarán de difundir su hediondo olor y los periquitos emprenderán el vuelo desde sus ocultos nidos, animando el ambiente con su alarida. Esta fea alarida rasgará el velo de la noche para que el sol vuelva a salir. El día se echará a andar. Otro día de violenta luz solar. |
|