Pai posee propiedades: además de su casita, tiene un jardincillo que cultiva al atardecer, después del trabajo; también tiene un auto, muy negro y zancón, tan pintado que el esmalte se arruga en capas. Siempre lo estaciona en lo alto de una pendiente, porque el arranque ya no funciona, y hay que conocer bien las puertas para poder abrirlas. Pero el auto es de él y no del Palais Royal. Además, Pai tiene un bastón con un puño de plata, un radio de baterías, una escopeta vieja y un traje de ceremonia para enterrar a sus prójimos. Trata a su esposa con respeto y cariño. Todos los días inculca a sus hijos: ‘Cuando yo ya no esté aquí, recuerden que ustedes deberían cuidar a su madre; no se olviden de todo lo que ella ha hecho por ustedes, ¡y respétenla siempre! Si tienen que elegir entre otra mujer y su madre, no vacilen: hay muchas mujeres en el mundo, ma ta un mama so boso tin’ (pero madre sólo tienen una). Y Mai, gruesa y redonda, con los pechos como la misma buena tierra, lanza un rápido conjuro, temerosa de que caiga la desgracia sobre la casa: ‘Stop di papia asina, stop unbe, ¡ta ki cos di loco bo ta papia semper!’ (No hables así, cállate, ¡que tonterías estás diciendo siempre!) Cuando el aristócrata se está muriendo, los hijos, de pie en la alcoba sofocante, se sienten perdidos, como niños extraviados en el bosque oscuro. ‘Pai a muri, ¿ta con nos ta haci?’ (Pai ha muerto, ¿qué vamos a hacer?) Y del cunucu, de cerca y de lejos vienen los negros muy serios, de luto, y sientan erguidos e incómodos, sobre las sillas barnizadas que no se usan casi nunca; en seguida arrojan, con movimientos rápidos, su rom
blancu en las gargantas. Entonces hablan ritualmente, con africana prolijidad formal, sobre las virtudes del muerto. ‘E tabata un bon jende’ (Era buena gente). El segundo tipo, el payaso, es bromista; se planta en el escenario de la vida y ofrece su eterna representación. Nada le importa que haya público en la sala o no, porque a él le interesa el juego y no las ganancias. Es gordo, y en su cara los ojos le corren como dos bolitas de un lado al otro. Cuando ríe, alza la cara al cielo, pela los dientes y aspira como si quisiera sorber las nubes. Sacude la barriga de pliegues tembleques, gelatinosos, y se limpia las lágrimas de placer. A veces se detiene en la calle en medio de una plática. Cierra los ojos y baila con una mujer imaginaria, como si estuviera solo con ella, dando pasitos sensuales. ‘¡Ai mamasita, es ta bon!’ (¡Ay, mamacita, qué buena!) Los domingos se pone zapatos de dos colores y pantalón apretado. Le brillan las mil ondas del pelo y huele a perfume barato. Del bolsillo del saco le sale su pañuelo de seda, que no para de admirar con el rabillo del ojo; a veces lo saca y lo contempla embelesado. Cuando bebe un poco, busca pleito insolentemente. Comienza entonces la gritería en los callejones de Punda.
- ¡Ba coba, mi mama! (¡Ofendiste a mi mamá!)
- Gaña (Mentira)
- Ba cobe! (¡La ofendiste!)
- Gaña, mi no a cobe. (Mentira, no la ofendí)
- Wancho abo mes a tende, ¿e no a coba mi mama? (Juancho, tú mismo lo oíste. ¿No ofendió a mi madre?)
Juancho mira al suelo y arrastra los pies.
- ¡Es ta baina, awo e ke hincami aden tambe! (¡Qué vaina, ahora quiere meterme a mí también!)
Cuando llega el policía, está tan embebido en su actuación que no sale co-