Crepusculo
La tarde, lánguida y tersa, cae sobre las tierras de Castilla y reviste el paisaje de ese indefinible matiz de luz (¿marfil sublimado por oro brillante y mate a un mismo tiempo?), que se refleja en el fondo del azul del cielo. Es una tarde preciosa.
Finísimo tul que, a modo de delicado encaje que cubre el azabache brillante de una cabellera larga, ondulante, española, semejan las sombras remansadas y místicas que envuelven la escena de la tarde que se va creciendo. Es la hora del crepúsculo, la hora frágil, indecisa, la del misterio.
Todo en la naturaleza castellana parece contribuir a hacer de la hora crepuscular, la más hermosa, a caso la más emocionante del día. El sol se dispide; el ambiente se prepara para la noche, esa noche que a hurtadillas, furtivamente se aproxima, tímida, y recelosa.
El atardecer en esta región tiene un no sé qué de encanto que emociona profundamente. No es como las tardes del Caribe, donde la noche cae sobre el paisaje con rapidez de ave de rapiña, cortante, brutal, hiriente. Estas horas del crepúsculo en el paisaje de Castilla, doradas del fulgor de un estío que paulatinamente va surgiendo, me tienen preso en el hechizo de su belleza, en la magnificencia de su grandiosidad, en el sortilegio de sus colores bellos y efímeros.
¡Qué contraste más fuerte entre la puesta del sol en mi patria en el Caribe y esta despedida de la luz del dia en pleno corazón de España! Mientras que allá el sol parece esforzarse para dar, en la corta duración del crepúsculo, todo el esplendor de su belleza cromática, aquí el juego de tonalidades solariegas se alarga, parece detenerse; madura lentamente en facetas que hechizan por lo indefinible de su carácter, y por más que el contraste vital y portentoso entre su génesis y su muerte, por lo prolongado de su efecto. Es corta, fugaz, el crepúsculo allá, pero lleno de belleza de luz y de colores fuertes y dominantes. Aquí, en cambio, anda con paso de anciano, lento, despacísimo...
En aquél, una efervescencia inquieta, fascinante; burbujas de oro en un joven champán, vitalismo de juventud, belleza de manzana besada por la primavera. En éste, delicia, exquisitez, sabor y aroma de un vino madurado por el tiempo; sensatez de los años, hermosura de un roble bajo el sol de otoño. La noche en Castilla no coge de improviso al paisaje como en mi tierra; ella se anuncia, discreta, en un magnífico proemio crepuscular, para irse adentrando poco a poco con un despliegue de gracia y de bizarría tan españolas como el trapeo de un toro en una tarde de sol.
Y luego de haber escrito con letras de piedrería preciosa engastada en oro su epopeya en los cielos de Castilla, le tarde se despide en brillante discurso de sobremesa, con templanza y aplomo reales, disolviéndose lentamente en la noche como un suspiro en la brisa. Disuelta, continúa dentro de ella...
¡Crepúsculo castellano, tú, que a tantos poetas inspiraste; atardecer glorioso de una España que atesorando para sí tanta belleza, no es mezquina, pero sabe dar y da con mano generosa a todos los amantes de la belleza y de las artes; hora vespertina que