Prólogo
Venezuela es el quinto país del mundo productor de petróleo. En 1980 los ingresos provenientes de la venta de crudos alcanzaron una cifra de 18,3 billones de dólares, lo que elevó la renta per cápita a 3.100 dólares, la más alta de Latinoamérica. Solamente en las industrias de construcción y servicios, Venezuela, una nación con 15 millones de habitantes, necesita un millón de nuevos empleos. El gobierno del presidente Luis Herrera Campins está elaborando un nuevo plan nacional destinado a crear puestos de trabajo. Algunos observadores optimistas, como Peter Passel, sugieren que Venezuela podría convertirse en la Arabia Saudita del aceite pesado, ya que las 15.000 millas cuadradas de terrenos pantanosos y jungla del cinturon de petróleo del Orinoco podrían producir perfectamente 900 billones de barriles de 'pesados', que, en teoría, llegarían a satisfacer las necesidades de todos los países no comunistas del mundo durante setenta y cinco años.
No es de extrañar que, en medio de tan extraordinaria bonanza de energía, los venezolanos hayan empezado a plantearse si estaban preparados para controlar esta avalancha de riqueza y fortuna recién descubierta y, sin duda, si los 'cerebros' venezolanos estaban preparados para hacer frente a las innovaciones tecnológicas y económicas que han acompañado siempre a estos desarrollos en otros países, inclusive en las naciones miembros de la OPEP.
En el verano de 1979, durante una reunión del Club de Roma en Salzburgo, Austria, un hombre se dirigió al conjunto de empresarios, expertos y magos de las finanzas allí reunidos para hablarles del tema de la 'inteligencia humana'. Este hombre era el profesor Luis Alberto Machado, quien, desde hacía cuatro meses, era ministro para el Desarrollo de la Inteligencia, del Gobierno de la República de Venezuela.