Debate sobre el crecimiento
(1975)–Willem Oltmans– Auteursrechtelijk beschermd59. Alan CoddingtonEl profesor Coddington enseña economía en el Colegio de la Reina María de la Universidad de Londres. ¿Qué significa usted con la expresión ‘los vendecalma’ (the cheermongers).Ga naar voetnoot1
Al decir los ‘vendecalma’ me refiero a aquellos que se han | |
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impuesto a sí mismos la misión de asegurarnos que la acción combinada de la contaminación, el agotamiento de los recursos naturales y la explosión demográfica no significa una seria amenaza contra nosotros. En particular, incluyo a aquellos que han intentado ridiculizar o desacreditar las opiniones de personas como Paul EhrlichGa naar voetnoot2 y Barry Commoner,Ga naar voetnoot3 así como las advertencias expuestas en trabajos como Los límites del crecimiento. Los ‘vendecalma’ han tratado de lograr su objeto por diversos modos: en parte, mediante el uso de prolongadas burlas (en las cuales la analogía con los sermones que amenazan con el fuego del infierno y el fin del mundo aparece con tediosa regularidad); en parte, mediante apelaciones a su autoproclama de superior conocimiento de las técnicas implicadas, y en parte, mediante la proposición de verdaderos argumentos. Sin embargo, me atrevo a decir que tales argumentos, sometidos a riguroso escrutinio, resultan no ser otra cosa que simples afirmaciones de espontáneo optimismo: algo así como un micawberismoGa naar voetnoot4 global. Por supuesto, es el subyacente ánimo de espontáneo optimismo lo que confiere unidad a las opiniones de los ‘vendecalma’.
¿Cuáles son estas opiniones?
Como es natural, no todos los ‘vendecalma’ comparten las mismas opiniones, pero podemos configurar un racimo de ideas que surgen con suficiente claridad de la literatura ‘vendecalma’. En el nivel más fundamental, el ‘vendecalmismo’ implica la reafirmación de la propia fe de sus proponentes en las capacidades de adaptación de la sociedad industrial. Uso deliberadamente un término vago, como ‘adaptación’ para abarcar los ajustes que se efectúan en las esferas política, económica o tecnológica. En realidad, la mayoría de los ‘vendecalma’ ponen su fe en la capacidad de adaptación del sistema económico global, pero sus ideas no se confinan en modo alguno en el proceso económico. Cuando digo que los ‘vendecalma’ tienen fe en la capacidad de adaptación de la sociedad industrial, quiero decir que el proceso que según ellos se pone en movimiento es suficiente- | |
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mente sensible y poderoso para rectificar cualquier dislocación que pudiera surgir como consecuencia del agotamiento de los recursos, de los problemas de la población o de las presiones que ésta ejerce.
¿Cree usted que los ‘vendecalma’ yerran en cuanto al objeto de su fe?
No sé si yerran o no en cuanto al objeto de su fe, pero sí sé que no la comparto. Mi argumento es que debemos interpretar su posición como lo que realmente es -el producto de un acto de fe bastante desmesurado- y no aceptarlo como lo que pretende ser, es decir, el resultado de un análisis objetivo y desapasionado, de un más refinado conocimiento o, principalmente, como la ineludible conclusión de principios económicos incontrovertibles. Cierto es que muchos economistas sostienen una opinión bastante optimista acerca de estos asuntos, pero a mi parecer hemos de considerar esta actitud más como expresión de una deformación profesional que como producto necesario del razonamiento económico. Su principal argumento es negar que el agotamiento de los recursos naturales plantee problema alguno, ya que la función espontánea del sistema del mercado hará surgir incentivos para sustituir por otras las materias críticas, fomentar el desarrollo de nuevas tecnologías y poner en práctica procesos de recirculación de los materiales escasos a medida que éstos vayan faltando y, en consecuencia, aumente su precio. Pero la rapidez y sensibilidad de tales procesos de adaptación es materia de tanta incertidumbre que inevitablemente lleva a conjeturar que entre los mencionados procesos y los modelos de la teoría económica se interpone una sima insalvable. Nadie sabe ni con aproximada exactitud cuál sería la eficacia de los alegados mecanismos de adaptación en un mundo de cárteles, intervención gubernamental, alta tecnología, mal definidos derechos de propiedad, etcétera. Estos comentarios son pertinentes para explicar la reacción general al estudio Los límites del crecimiento, reacción principalmente fundamentada en el hecho de que el mundo es muchísimo más complicado que el modelo utilizado y, en especial, que éste prescinde de ciertos procesos de adaptación. En consecuencia, se deduce que el modelo es irremediablemente descarriente y que carece de valor. Ahora bien, lo interesante del modelo de Los límites del crecimiento estriba, indudablemente, en la importancia que atribuye a los procesos | |
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de autorrefuerzo, en contraste con los procesos de adaptación, que constituyen el punto focal de la economía neoclásica. Cuál de los dos procesos resulte más poderoso a la larga es una interesante e importante cuestión cuya solución no puede simplemente postularse. En particular, no podemos dar por sentado que los procesos de autorrefuerzo que actúan en Los límites del crecimiento no merecen estudiarse, por la simple razón de que existen procesos de adaptación. Sin duda el mundo es complicado; innegablemente, el modelo de Los límites es una violenta abstracción; por supuesto existen procesos de adaptación que complican el cuadro. Pero ¿qué se sigue de todo esto? Sólo escepticismo. Y el escepticismo no es la actitud propia de un observador sin prejuicios frente a las conclusiones de Los límites del crecimiento. Sucede, no obstante, que yo soy escéptico en cuanto a las conclusiones de Los límites del crecimiento, e imagino que Dennis Meadows también lo es. Pero también soy escéptico respecto a las conclusiones que pudieran derivarse de otras formalizaciones alternativas de las mismas cuestiones, y soy particularmente escéptico por lo que concierne a las formalizaciones que se dejan insinuadas y no explícitamente declaradas. Sobre la contaminación, los ‘vendecalma’ trasladan su fe de la esfera económica a la política. En este caso reconocen que es necesaria la intervención gubernamental para establecer un sistema de gravámenes dondequiera que las actividades contaminantes chocan con las funciones del sistema económico. No obstante, se asegura que todos los problemas de la contaminación pueden resolverse por este procedimiento. Un bien conocido ‘vendecalma’ inglés, el profesor Wilfred Beckerman, afirmaba recientemente que ‘...el problema de la contaminación se reduce sencillamente a corregir errores menores en la asignación de recursos, mediante impuestos sobre la contaminación’, y continúa con el argumento de que para rebatir las objeciones a tal esquema bastan los conocimientos que se adquieren en el segundo año de la carrera de economía. Lo que no queda en claro es si esta afirmación refleja lo viable de tal esquema o la insuficiencia de la economía que se enseña en el segundo año para analizar el problema. Aun si aceptáramos que gravar con impuestos la contaminación es un procedimiento aceptable, no por ello dejarían de surgir inmediatamente algunos problemas. Primero, necesitaríamos un método para registrar y medir cada una de las clases de contaminación causadas por cada empresa o individuo. Segundo, sería indispensable un sistema para de- | |
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cidir el cargo adecuado en cada localidad y para recaudar los consiguientes ingresos. Y tercero, habríamos de hallar el método para descubrir a quienes defraudaran al sistema y definir las sanciones que habrían de aplicárseles, materia de la competencia del derecho nacional y del internacional. Toda esa teoría económica nos dice cómo, en condiciones ideales, relacionar los cargos con los costos impuestos por el contaminador. De hecho, el hacer que tales sistemas reguladores funcionen y respondan al problema, y no solamente a los fines de origen burocrático, son cuestiones que requieren voluntad política, habilidad legislativa y competencia administrativa de naturaleza tal que lo hace a uno dudar en tildar todo esto como ‘un asunto sencillo’. Vemos así que, en este caso, la fe fundamental de los ‘vendecalma’ radica en la capacidad de adaptación del sistema político: es la fe en la sabiduría y aptitud de los gobiernos para idear un esquema regulador basado en los cargos sobre la contaminación. Tampoco comparto esa fe, pero dejo a otros el decidir si está o no mal puesta.
¿En qué forma se relaciona todo esto con el crecimiento económico?
Nuestros ‘vendecalma’ están de todo corazón en favor del crecimiento económico; pero como ellos no creen que el agotamiento de los recursos signifique un problema y consideran que la contaminación es algo que puede resolverse sin inconveniente, resulta natural que vean el aumento de la producción como un deleite exento de toda preocupación por cualquiera otro efecto que no sea el relacionado con el abastecimiento de bienes y servicios. Sin embargo, en el contexto del crecimiento económico introducen algunos otros argumentos. Por ejemplo, ponen de relieve que el crecimiento económico no implica el crecimiento físico de un conjunto fijo de bienes, sino el crecimiento del valor de cierto conjunto en continuo cambio. Este conjunto puede aumentar en su valor no precisamente porque contenga más materiales, sino porque estos materiales son transformados de manera que los hace más eficaces para satisfacer las necesidades y deseos humanos. Esta insistencia en el aspecto valor más que en el aspecto físico de materiales generalmente obvios contribuye a socavar la idea de que existe cierta relación definida entre la producción, por un lado, y el agotamiento de los recursos y la contaminación, por el otro. De esta manera se refuerza el alegato | |
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de que no existe una relación necesaria entre el crecimiento de las corrientes de valores y el crecimiento de las subyacentes corrientes de materiales en términos físicos. Pero también en este caso, la línea del pensamiento meramente complica el cuadro y conduce justificadamente al escepticismo más que al optimismo. A medida que cambia la tecnología de la producción y el consumo, cambian también las relaciones entre las corrientes de los bienes físicos y los valores. De esta manera, la cuestión viene a ser ahora saber si la futura tecnología será menos pródiga que la actual en la dilapidación de los recursos naturales y también menos contaminante. Pero si suponemos que se desarrolla esta tecnología, se nos plantea la siguiente cuestión: ¿podrá funcionar en el marco de nuestras instituciones? Y de ser así, ¿podría ponerse en operación mediante las pertinentes medidas políticas gubernamentales? Y a estas cuestiones los ‘vendecalma’ sólo pueden responder con palabras tranquilizadoras. Queda así de manifiesto que este problema, al igual que todos los demás, acaba por disolverse en un espontáneo optimismo, que en este caso es el optimismo tecnológico: la fe en que los artefactos del futuro resuelvan los problemas relacionados con el uso extenso de los artefactos actuales. Otro de los argumentos que los ‘vendecalma’ aducen es que la preocupación por el medio más bien refuerza que debilita la necesidad del crecimiento económico, argumento que fundamentan en el hecho de que la restauración, protección y mejora del medio absorben recursos, y éstos deben de algún modo hacerse asequibles. Pero el argumento envuelve una petición de principio, pues el medio no sólo puede conservarse mediante la reparación del daño que se le ha causado, sino evitando las actividades que lo ocasionan. Suponer que reparar el daño es siempre mejor que prevenirlo no sólo implica una petición de principio, sino también la suposición de que los efectos perniciosos del crecimiento económico son siempre reversibles. Y esto, sencillamente, no es cierto. Cantidad alguna de recursos adicionales hará posible reconvertir en isótopos fisionables los desechos radiactivos. Inevitablemente errará quien crea en la posibilidad de instrumentar procesos de reversión o corrección del agotamiento de los fertilizantes, de la erosión del suelo o de la concentración de plaguicidas en las cadenas alimentarias. Dado que la contaminación es en lo esencial un amontonamiento de cosas en entremezclada revoltura, su reversión resulta desesperadamente costosa o simplemente imposible. Y | |
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esto es propiamente la entropía. El argumento según el cual el crecimiento económico trae consigo los recursos para corregir sus propios efectos nocivos y todavía deja un buen sobrante aprovechable es pura falacia, pues tales efectos son irreversibles. Lo que en el mejor de los casos se nos ofrece no es otra cosa que ciertos ejercicios cosméticos para enmascarar tales efectos o proyectarlos al futuro.
Algunos de los críticos del Club de Roma ven en Aurelio Peccei y sus amigos una postrera versión del síndrome de Robin Hood.
Sí. Esos críticos aducen un peculiarísimo argumento con objeto de que las opiniones de los ambientalistas y los contrarios al crecimiento aparezcan con siniestras resonancias clasistas. El argumento tiene su base en el hecho de que los propagandistas del anticrecimiento pertenecen todos a la clase media y, según los ‘vendecalma’, ello debe hacernos muy suspicaces en cuanto a su capacidad de pronunciarse desinteresadamente sobre esta materia. Sin embargo, esta objeción resulta un tanto desconcertante, pues sucede que los ‘vendecalma’ mismos poseen todos impecables credenciales que acreditan su pertenencia a la clase media. Esto no obstante, los ‘vendecalma’ insisten en que los sentimientos anticrecimiento reflejan los temores de los relativamente privilegiados y acomodados (excepto ellos mismos, claro) de que, al extenderse la riqueza, perdiera calidad la posición de que ahora gozan, calidad que generalmente desciende cuantos más son los que ocupan la misma situación. Pero al deducir esta ‘conspiración de la clase media’ han de elegirse los ejemplos con gran cuidado, limitándolos de hecho a los casos de hacinamiento, pues queda en la más absoluta oscuridad el porqué haya de ser la clase media la única vulnerable, por ejemplo, a los residuos de plaguicidas o las emanaciones radiactivas.
¿Cuál es, entonces, la posición de usted?
Por las razones expuestas, dudo mucho que la sociedad industrial sea capaz de resolver los problemas que ella misma ha generado. En particular, dudo de la función de la tecnología en este proceso, pues la experiencia demuestra que no reacciona apreciablemente a las necesidades sociales, ni siquiera, en casos notables, a las presiones económicas. El avión Concorde nos viene a la mente como ejemplo impor- | |
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tante de la forma como la tecnología se despliega de acuerdo con las metas y lógica que le son propias. Y me preocupa particularmente la carga que ha de gravitar sobre el sistema político, en vista de la necesidad en que se halla de regular un número siempre creciente de actividades con efectos potencialmente perniciosos sobre el ambiente, sobre todo teniendo en cuenta la francamente endeble aptitud de la maquinaria reguladora en el plano global. Aun en el plano nacional, el éxito con que los gobiernos han perseguido los objetivos económicos ortodoxos no es como para inspirarme gran confianza sobre su capacidad para alcanzar aquéllos y, además, conservar los recursos naturales y abatir la contaminación. Me parece muy probable que el despliegue relativamente autónomo de la alta tecnología, unido a la pesada e incierta funcionalidad del sistema político, puedan más que contrarrestar perjudicialmente la ya en sí misma escasa capacidad de adaptación saludable que reside en el sistema económico. En tal caso, volvemos de golpe a las responsabilidades del ciudadano individual, instrumento ya sobresforzado y notablemente ineficaz. Nada de esto me alegra particularmente. |
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